domingo, 23 de marzo de 2014

VIGENCIA DEL AT EN EL CRISTIANISMO. ÍNDICE.

SÍNTESIS. El hecho diferenciador.



Si se quiere determinar cuál es en último término el hecho diferenciador de uno y otro testamento, hay que decir que es la nueva relación con Dios, inaugurada por Jesús, y la nueva responsabilidad del hombre, encomendada por él. 

La relación con Dios en el AT puede llamarse «exterior»: el hombre tenía que «buscar a Dios» (Sal 69,7; 105,4; Prov 26,5) o «clamar a Dios» (Sal 141,1; 142,2), que aparecía así como lejano; Dios imponía su voluntad «desde fuera», expresándola en un código escrito; había que ir a encontrarlo en un lugar sagrado (el templo) y, para muchos, distante; requería un culto basado en ritos y ceremonias que sólo se ejecutaban en ese lugar; establecía mediadores (el sacerdocio), para salvar el abismo entre hombre y Dios; exigía la observancia de reglas de pureza, de la que dependían su favor y su desfavor. El israelita sentía la distancia que lo separaba de su Dios, que se le presentaba bajo dos aspectos: como Dios tierno y como Dios terrible. Era el Dios que pedía todo el hombre para sí: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas» (Dt 6,4-5) y para su servicio (Jos 22,5). 

Jesús inaugura una nueva relación, no ya «exterior», sino «interior», basada en la comunicación al hombre del Espíritu de Dios, que es vida, fuerza y amor divinos, bendición y sello que marca al hombre, haciéndolo hijo de Dios y poniéndolo en plena sintonía con Jesús y el Padre. 

Este hecho cambia completamente la posición del hombre respecto a Dios. Ya no hace falta «buscar a Dios», porque, en Jesús, él ha venido a buscar al hombre para comunicarle vida, estableciendo con él una relación personal e inmediata. No hay ley impuesta desde fuera, sino la identidad de actitud y de acción propia de los hijos. No hay que encontrar a Dios en un templo, porque el templo donde habita la gloria es Jesús y los que de él han recibido el Espíritu. El culto ritual que disminuía al hombre ante Dios queda sustituido por la semejanza con el Padre, mediante la práctica en la vida del amor a los demás. Ya no hay distancia entre Dios y el hombre, y Dios se presenta como Padre, sin ambigüedad alguna: ha desaparecido el temor (1 Jn 4,17-18) y la actitud del hombre ante Dios es de libertad y confianza (Heb 4,16; 1 Jn 3,21). 

Este cambio trascendental aparece en el «nuevo mandamiento», que sustituye a los antiguos. Tal como lo formula el evangelista Juan, no aparece en él el nombre de Dios ni se pide amor para el Padre ni para Jesús: «Igual que yo os he amado, amaos también vosotros unos a otros» (Jn 13,34). Es que el amor de entrega a Dios que se formulaba en el primero de los antiguos mandamientos ha sido invertido: es Dios el que se entrega al hombre, y toca al hombre aceptar este don e identificarse con el Padre y con Jesús. El nuevo amor a Dios no es entrega, sino identificación; se realiza en la semejanza creciente con el Padre con la práctica de un amor como el de Jesús. Dios no absorbe al hombre; al contrario, lo acompaña y lo potencia para que actúe en el mundo como corresponde a un hijo suyo. 

Aparece así el «hombre nuevo», dotado del Espíritu de Dios, que tiene experiencia del amor de Dios (Rom 5,5) y, por ello, se sabe perdonado y salvado (Ef 2,8). Es el hombre que sigue a Jesús, por la adhesión personal a él y a su programa. 

El encargo de Dios o de Jesús a los hombres nuevos es la creación de una sociedad nueva, universal, fraterna, justa, es decir, la construcción del reino de Dios. Dios da al hombre su plena responsabilidad. Cambia así la actitud del hombre ante el mundo; ya no se trata de ajustarse a los cánones de una sociedad constituida, sino de ir creando la nueva relación humana fraterna, de continuar la obra de Dios, sin conformarse con la realidad en que vive la humanidad. El Dios justo es el que no soporta la injusticia, y así ha de ser la comunidad cristiana. Su actitud ha de ser la de un pacífico pero eficaz inconformismo, con ella misma, en cuanto aún no llega al ideal de Jesús, y con la sociedad humana, mientras persistan en ella la injusticia y la infelicidad. 

La nueva realidad cambia también la naturaleza de la oración. Como todo hecho cristiano, la oración tiene su raíz en el Espíritu de Dios, la fuerza de vida y amor que Jesús comunica. Su presencia en el hombre establece la unión permanente con Jesús y el Padre. La oración de unión no requiere más que tomar conciencia de la presencia del Señor en los suyos, y expresa el amor de identificación con él. La oración de petición, por su parte, nace también del Espíritu: es la expresión del amor a la humanidad, que' pide ayuda para que se realicen sus deseos. 

Sólo teniendo presente a Jesús y su evangelio puede el cristiano leer con fruto el Antiguo Testamento. Como los evangelistas y demás autores del Nuevo, ha de leerlo selectivamente, sabiendo que no es palabra definitiva de Dios, sino que describe etapas del desarrollo religioso de un pueblo que no llegó a ver el rostro de Dios, es decir, a tener experiencia de su verdadero ser (Ex 33,18-23). De no hacerla así, la lectura del AT puede deformar la imagen de Dios y hacer volver a categorías superadas y a una espiritualidad precristiana. 

El lenguaje violento que emplea el AT, la distancia entre hombre y Dios que en él se refleja podrían satisfacer ciertas tendencias anímicas de algunos lectores cristianos. Sería alarmante, pues significaría que no se ha asimilado el espíritu de Jesús. Se estarían escuchando voces que no son la del Hijo.

SÍNTESIS. Valor literario y religioso del AT.



Dicho esto, hay que reconocer el alto valor literario y religioso del AT. Como monumento literario, puede decirse que la fuerza expresiva de muchos de sus libros, en particular de los profetas, el salterio y los demás libros poéticos, ha sido fuente continua de inspiración para los escritores del NT y para la literatura de los países occidentales. Algunas experiencias históricas de Israel, como el éxodo, la pascua, el cordero, sirven de permanente expresión simbólica a las realidades cristianas. 

Nadie puede negar tampoco el extraordinario valor religioso de muchos salmos y otros pasajes del AT, como expresión del deseo de Dios y de la oración de Israel, o de muchas figuras, como ejemplo de fe y de fidelidad a Dios. Sin embargo, una cosa es el indiscutible valor del AT en la historia de la religión y como expresión literaria, y otra su vigencia para el cristiano.

SÍNTESIS. Reacción de un pueblo oprimido: El nacionalismo exclusivista.



Otra línea importante del AT es la del futuro triunfo político de Israel. La nueva Jerusalén había de ser infinitamente más gloriosa que la antigua Gr 31,6-10; Ez 48,30-35; Is 44,26-28; 49,14-19; 51,17-52,2; 52,8-10; 54; 69; 61,10-11, etc.). El nuevo templo sería el centro del mundo (Is 2,2-4; Miq 4,1-3; Sof 3,14-18; Ez 40-44; 47,1-12; Is 60,6-8; 61,6; Ag 2,7-9; Zac 14,16-21). El imperio del pueblo de Dios llegaría a los confines de la tierra (Is 54,3; 60,10-17; Miq 7,11-12; Zac 9,10; Dn 7,27; cE. Sal 72,8-11; 2,8). Las últimas «guerras de Yahvé» habían de llevar al triunfo, conducidas por él mismo o por su Mesías (Is 54,15-17; 63,1-6; Ez 38-39; Sal 2,1-4; 110,2.5-7). 

Tampoco esta línea, basada en gran parte en una ideología de nacionalismo exclusivista y en el desprecio de los paganos, es válida para el NT. Jesús predice la destrucción del templo y de la ciudad (Mc 13,2 par.), y el universalismo de su mensaje excluye toda hegemonía de un pueblo.
Puede concluirse que los escritores del Nuevo Testamento encuentran en el Antiguo diferentes caminos abiertos; según lo que han visto en Jesús, continúan unos y cierran otros.

SÍNTESIS. Una falsa idea de Dios: Lo puro y lo impuro.



Hay otras líneas en el AT que no perduran en el Nuevo. 

En efecto, acabamos de esbozar la figura del Dios que se expresó en el Código de la Alianza, misericordioso, tierno y liberador, el que actúa por amor y espera respuesta de amor; el que salva al que sufre, venga al oprimido y defiende los derechos del pobre, el Dios cercano que crea igualdad, que dio al pueblo judío la responsabilidad histórica de crear una sociedad justa que atrajera a los pueblos paganos y los llevase al conocimiento del verdadero Dios; se accede a él practicando la justicia y el amor, concede el perdón al que cambia de vida, se revela en la historia e interpela por medio de los profetas, detesta la iniquidad, la injusticia contra él (idolatría) y contra el prójimo (violencia), acompaña al pueblo en su camino (Tienda). Se acerca al pecador y al enfermo para salvarlos. 

Pero frente a esta concepción de Dios existe otra en el AT, la que se refleja en el Código de la Pureza (Lv 17-25). 

Es el Dios Santo y Terrible, celoso de sus derechos, que desata su cólera contra el impuro y provoca una respuesta de temor; es el Dios que castiga y se venga (juicio); es el Dios lejano, que elige al pueblo para que le dé culto, convirtiendo la elección en un privilegio; el culto tiene por objeto desagraviar a Dios; el perdón se concede por los sacrificios de víctimas, sin referencia a la injusticia; el templo es la morada estática de Dios: ya no acompaña él al pueblo, éste tiene que desplazarse para encontrarlo a él. Se tiene acceso a él si se cumplen las condiciones de pureza, y se defiende de la impureza matando al impuro. Los bendecidos de Dios serán los «puros», lo que exige conocer bien la Ley. Dios aborrece a los «pecadores» y se aleja de ellos (23). 

Esta línea queda completamente eliminada de la perspectiva de Jesús, que toma clara posición contra ella. Nunca en los evangelios exhorta a los suyos a «ser santos», y el único evangelista que menciona la «perfección», Mateo, lo hace solamente para echar abajo el concepto de perfección farisea legalista. La perfección cristiana consiste en parecerse al Padre del cielo con la práctica del amor a todos, incluso a los enemigos (Mt 5,43-48). 

La idea del Dios «Santo» que rechaza al «impuro» y se distancia de él queda refutada en los evangelios en muchos episodios ya citados: el del leproso ante el que Jesús «se conmueve» y al que toca, violando la Ley (Mc 1,41 par.); en el del centurión (Mt 8,5-18 par.), donde Jesús se ofrece a entrar en casa de un pagano; en el de la mujer con flujos y la hija de Jairo (Mc 5,21-6,la par.), en las instrucciones para la misión (Me 6,7-13; Lc 9,1-6; 10,1-16), en la acogida a los «pecadores», en el reparto de pan a los paganos (Mc 8,1-9 par.), en la comida en casa de Zaqueo (Lc 19,1-10), etc., y, en Marcos y Mateo, en la enunciación del principio sobre lo que impurifica al hombre (Mc 7,14-23; Mt 15,10-20; cf. Rom 14,17.20; 1 Cor 8,8). 

(23) Cf. C. Bravo, Jesús, hombre en conflicto, Santander 1986, 67s.

SÍNTESIS. Un condicionamiento cultural. El Dios violento.



Sin embargo, la idea de Dios liberador se mezcla en el AT con un elemento que repugna a quien es consciente del valor de la persona humana. Por ejemplo, en la descripción del éxodo de Egipto el autor no acierta a pensar en la liberación más que como una derrota del enemigo, que incluye la muerte de personas inocentes. Los hombres de aquella  época y aquella cultura no eran aún capaces de concebir una victoria que prescindiese de la violencia. Baste recordar la muerte de los primogénitos de Egipto por obra de un agente de Dios: «se oyó un clamor inmenso en todo Egipto, pues no había casa en que no hubiera un muerto» (Ex 12,30). Para exaltar la fuerza liberadora de Dios se coloca como fondo una multitud de cadáveres. El Dios que estaba por ellos se concibió como el Dios que actuaba como ellos. Sublimando la fuerza divina a partir de un modelo humano, imaginaron un Dios ciertamente más fuerte que faraón, pero también más violento y más injusto que él. 

Lo mismo puede decirse de los episodios de la conquista de Canaán: se interpretó ésta como la ejecución de un mandato divino de exterminar a los habitantes del país para hacer lugar a Israel (cf. Dt 20,10-20). Se atribuyó a Dios una tremenda violencia contra pueblos que no tenían más culpa que la de habitar en su propio país. Ciertamente eran idólatras, pero, según el Libro de Josué, se les destruyó sin proponerles antes la figura del verdadero Dios. 

Los profetas actúan de modo diferente: intentan convencer al culpable, sea Israel u otro pueblo, de la realidad de sus maldades, y el castigo se efectuará solamente si se rechaza el aviso. No renuncian a la categoría de la violencia divina, pero ya no ligada al contexto de la guerra y de la victoria sino al del juicio, al de la condena y la pena. Un ejemplo es el libro de Jonás, donde el autor polemiza contra los que piensan en un Dios destructor de los paganos (cf Sal 87; Is 56,1-8).
En bastantes salmos aparece el tema de los enemigos que persiguen al salmista; éste no pide a Dios solamente que lo defienda y lo libre, Sino, a menudo, que destruya a sus enemigos y los elimine (Sal 10,15; 17,13-14; 21,9-13; 35,1-6; 58; 59,12-14; 64,8-10; 69,23-26; 70,2-4; 71,13.24; 83; 109). Es extraño que no se pida a Dios que los enemigos, en vez de desaparecer aniquilados, dejen su maldad y se conviertan. 

La violencia se ejerce de mil maneras. Los mandamientos los usos litúrgicos, los tabúes, cuya observancia se impone bajo graves amenazas, son un género de violencia sobre la conciencia de cada israelita. Los sacrificios cruentos son un género de violencia vicaria. El Dios que ama al pueblo es al mismo tiempo celoso y lo castiga sin piedad. La marginación de los «Impuros» es un caso de violencia social. La conciencia de «pueblo elegido» se convierte en desprecio y violencia contra los paganos. 

Como contrapartida, hay que notar, sin embargo, la casi total ausencia de violencia en la historia de los patriarcas y la concepción no violenta de la figura del Servidor de Yahvé en Is II. No es ésta, sin embargo, la tónica de los libros del AT (22). 

Nunca aluden los evangelistas a esta violencia, que desde el punto de vista de Jesús contradice la realidad del único verdadero Dios. Fueron proyecciones humanas en la realidad divina, proyecciones de un pueblo que emprendió una conquista o que expresó en una épica de conquista la ocupación de Canaán; un pueblo que se encontró sometido a potencias extranjeras y que alimentaba un deseo de revancha, deseo que él, para legitimarlo y darse seguridad, atribuye a Dios. 

Los evangelios, por el contrario, presentan a un Jesús que renuncia a la violencia, aun en el momento decisivo de ser detenido para entregarlo a la muerte (Mt 26,51-52 par.). Nunca fuerza a otros a seguirlo, sino que lo propone como invitación (Mt 16,24 par.). Las bienaventuranzas, que pueden llamarse el código de la nueva alianza, no se expresan como mandamientos o prohibiciones: se proponen como un ideal de felicidad (Mt 5,3-10). Dios no humilla al hombre ni lo hace siervo, quiere ser tratado como Padre (Mt 6,9-11), y el hombre debe comportarse como hijo que se asemeja a su Padre (Mt 5,45.48). 

o admite Jesús la discriminación de los hombres en nombre de ninguna ley divina o humana (Mc 1,39-45 par.; 2,1-13.14.15 par.; Mt 8,5-13 par.). En el terreno moral, cesa la coacción de una Ley exterior, sustituida por la prontitud y la entrega que nacen del Espíritu comunicado (Me 1,8). Jesús excluye el rencor (Mt 5,21-26) y la venganza (Mt 5,38-42); no predica la violencia contra los enemigos, sino la oración por ellos, e incluso el amor a ellos (Mt 5,4). La primera condición que pone para el seguimiento, «renegar de sí mismo» (Mt 16,24 par.), es decir, renunciar a las ambiciones de riqueza, posición social y dominio, elimina la raíz de toda violencia, que se basa precisamente en la rivalidad agresiva. 

Desaparece también la amenaza del juicio, que se interpreta como símbolo de la responsabilidad del hombre (Jn 3,18; 5,24). 

Puede decirse que la conducta y el mensaje de Jesús suprimen no sólo la violencia existente en la sociedad, sino también la contenida en el espíritu religioso tradicional. Dios es puramente positivo, es puro amor, y si envía a Jesús al mundo no es para juzgarlo ni condenarlo, sino para que el mundo por él se salve (Jn 3,16-17). 

(22) Cf. R. Cavedo, La violencia del Dio Liberatore “Servitum” 67 (1990), 5-18.